viernes, 10 de julio de 2009

ALGO SOBRE MI MADRE 17

LA MADRE DE MI MADRE
Mucho tiempo atrás, siendo yo sólo una niña, mi madre solía enviarme al pueblo a pasar el largo verano. Por aquel entonces, mi abuela me obligaba cada tarde a hacer la siesta; tenía que tumbarme junto a ella, en el gran camastro de la habitación del fondo, envuelta en aquella penumbra bochornosa y en el tic-tac del siniestro reloj del salón que se colaba bajo las rendijas de la portezuela grisácea de madera. Ella se echaba boca arriba sobre la vieja colcha descolorida, y con voz pausada y susurrante me decía: “Cuando la yaya muera, tú tendrás que entrar en esta habitación, hija, y cerrarme los ojos así…” -emulaba el gesto lentamente sobre mis propios párpados-. “…y después, tendrás que ponerme los brazos así…” -y con los ojos cerrados, colocaba sus rollizos brazos sobre el pecho, en forma de cruz. Después, sin más, se quedaba dormida. Yo permanecía desvelada e inmóvil, a su lado, escuchando atentamente el ronco sonido de su respiración, a veces entrecortada, temiendo que en cualquier momento se detuviera para siempre, que los brazos se le quedaran tiesos, a ambos lados del cuerpo, y que sus ojos turbios se le abrieran, de pronto, desmesuradamente.
Cuando me hice un poco mayor, me negué en redondo a pasar las vacaciones de verano en el pueblo. Mi madre nunca supo el por qué, pero algunos años más tarde, cuando la abuela murió, ambas permanecimos sentadas en la cocina, rígidas, mirándonos fijamente y comprendiéndonos en silencio; ninguna de las dos se atrevió a entrar en la habitación del fondo, en la que el cuerpo de mi abuela yacía sobre la cama, esperando a que alguna de nosotras cerrara aquellos ojos abiertos, sin duda, como platos, y le colocara los brazos sobre el pecho inerte, para formar una cruz.